Siempre me da melancolía cada vez que termina un día de clases y mis amigos se apresuran a llegar a sus casas porque sus familias los esperan, quizás no con recibimientos fuera de lo normal, pero están al pendiente de su llegada, les llaman para saber si están cerca e incluso los esperan para cenar.
Yo no he podido disfrutar de algo así desde los diésiciete años, pues tuve que dejar a mi familia para estudiar en la Ciudad de México, y aunque mis papás me llaman con frecuencia y he hallado amigos que son como hermanos, nada sustituye al momento en que todos los miembros de la familia se reúnen y comentan las diversas experiencias que hayan tenido en el día hasta que deciden darse las buenas noches.
Pero esta semana fue diferente, mi papá estuvo en la ciudad. Aunque sólo lo pude ver dos veces en el tiempo que duró su estancia -vino en plan de trabajo, con una agenda muy apretada- fui profundamente feliz, sobre todo la noche del jueves.
Esa noche, terminar el día de clases fue completamente distinto, no tendría que ir a mi departamento, sino que iba a reunirme con mi papá. Mi viaje en metro duró más, no fui el primero de mis amigos en despedirse, sino que hasta tuve que hacer un transborde. Al salir del metro me topé con una calle oscura y llena de personas sospechosas, pero siempre mi papá me enviaba mensajes para saber si ya estaba cerca del hotel en el que se hospedaba.
Haciendo caso de las precauciones que mi mejor amigo me aconsejó tomar, caminé por una calle oscura que desconocía para encontrarme con mi papá, quien me esperaba alerta en la entrada del hotel. Después nos dispusimos a buscar algún restaurante que a esa hora de la noche –once y media- siguiera trabajando y afortunadamente llegamos a Reforma y encontramos un lugar agradable, donde disfrutamos de un rica cena y una interesante conversación.
Por supuesto que mi mamá nos hizo falta, pero se sumó a la plática por unos instantes a través del celular, así que puedo decir que viví un día como siempre lo quise, que concluyera con un reencuentro con mi familia, algo que seguramente tardará mucho en repetirse.
Yo no he podido disfrutar de algo así desde los diésiciete años, pues tuve que dejar a mi familia para estudiar en la Ciudad de México, y aunque mis papás me llaman con frecuencia y he hallado amigos que son como hermanos, nada sustituye al momento en que todos los miembros de la familia se reúnen y comentan las diversas experiencias que hayan tenido en el día hasta que deciden darse las buenas noches.
Pero esta semana fue diferente, mi papá estuvo en la ciudad. Aunque sólo lo pude ver dos veces en el tiempo que duró su estancia -vino en plan de trabajo, con una agenda muy apretada- fui profundamente feliz, sobre todo la noche del jueves.
Esa noche, terminar el día de clases fue completamente distinto, no tendría que ir a mi departamento, sino que iba a reunirme con mi papá. Mi viaje en metro duró más, no fui el primero de mis amigos en despedirse, sino que hasta tuve que hacer un transborde. Al salir del metro me topé con una calle oscura y llena de personas sospechosas, pero siempre mi papá me enviaba mensajes para saber si ya estaba cerca del hotel en el que se hospedaba.
Haciendo caso de las precauciones que mi mejor amigo me aconsejó tomar, caminé por una calle oscura que desconocía para encontrarme con mi papá, quien me esperaba alerta en la entrada del hotel. Después nos dispusimos a buscar algún restaurante que a esa hora de la noche –once y media- siguiera trabajando y afortunadamente llegamos a Reforma y encontramos un lugar agradable, donde disfrutamos de un rica cena y una interesante conversación.
Por supuesto que mi mamá nos hizo falta, pero se sumó a la plática por unos instantes a través del celular, así que puedo decir que viví un día como siempre lo quise, que concluyera con un reencuentro con mi familia, algo que seguramente tardará mucho en repetirse.